Lo que es no perece, lo que parece ser no existe. Pero a veces los fantasmas nos desvían y otras nos estampan contra verdades.

María Ferreiro (Arim Atzin), Dialéctica de ojos

Se miraba desnuda frente al espejo, sin ese preámbulo púrpura que causa el pudor a las mejillas. Así solamente, desnuda, descubriendo con su mirada el infinito secreto que le guardó por siempre la existencia.

Solía permanecer largo tiempo inerme, esculpiéndose los pechos con la caricia de los dedos, deteniéndose en sus lindas estrías parecidas a pequeños túmulos de arena dulce, como si fueran las dunas de una playa desierta, cubiertas con plancton fosforescente. Recuerdo que no le gustaba esa parte de su cuerpo, el rostro se le entristecía; pero al acercarme a ella y rozar mi lengua en esos reducidos bordes alargados, sus pequeños pezones se despertaban gloriosos de felicidad.

Arim se escondía entonces atrás de mis sueños, demasiado hermosa para guardarla como todos los sueños en la bruma paralela de ese cristal árido de irrealidad, deteniéndose toda agitación en la alcoba al contemplarse. El silencio se desconcertaba, el viento curioseando tras las ventanas, mientras escurrían lágrimas del firmamento grisáceo. El dolor del cielo se esfumaba como humo de cigarrillo entre los resquicios de la puerta y, ese gesto de Arim, la pequeña risita que hacía elevar parte de su mejilla derecha sonrojada y provocando también un estrepitoso ardor en mi vientre, hasta olvidarme de mí y perderme en los senderos de su talle por siempre.

Se notaba feliz cuando me decía que lo único que necesitaba para existir eran mis ojos y las pupilas de la luna. Nos encontrábamos todos mis días y todas sus noches, siempre frente al espejo, de donde emocionada contaba que tras la puerta de mi alcoba existe un baño solamente, simple, para defecar y ducharse, pero tras la misma puerta de ese baño reflejada y dentro, en el espejo, había un paraíso: estanques violetas repletos de cisnes, jardines de pastos tan largos que, al tratar de mirar las puntas, no percibes siquiera el sol.

―¡El mar es apacible! Imagínate tú y yo cobijados por las olas turquesa ―me decía mientras peinaba su cabello de sauce―. ¡Y también podemos pescar estrellas cuando caen fugaces para convertirse en peces de colores! ¿Sabes? Este mundo lo habitan los amantes lejanos y el tiempo se detiene para que se transformen en eternos. Podemos ir a las montañas donde está la casa de mi abuelo: tiene un suelo roto, por donde podríamos mirar el universo y ambos nos cuidaríamos para no caer o para caer juntos y hundirnos en cualquier agujero negro que nos transporte a la nebulosa Reloj de arena, o al Cangrejo, o a la flecha de Orión para que nos dispare lejos de este cosmos.

Su voz parecía venir de otros parajes y las notas que emitía de sus labios apaciguaban siempre la calamidad de mis pesadumbres. Odio a veces el mundo, sé que afuera hay carroña que se comen los buitres y las ciudades están siendo devoradas, babean moribundas; sin embargo, amé las noches dentro de mi estancia, cuando llegaban los bellos insomnios y ella palpitando desnuda frente al espejo. Ahora espero el día en que se abra de nuevo la puerta, que es igual a la mía, pero que vive dentro de la luna de cristal.

Espero a Arim cada noche, aunque llevo días sin conseguir mirar siquiera el girar de la perilla. Una de tantas madrugadas me dijo que temía volver a dar una vuelta de 180 grados a la cerradura. Le daba miedo salir y mirarse al espejo y al final hacerlo pedazos frente a mí.


Hugo Ortega Vázquez (Búho Akbal), Desnuda frente al espejo. Inspiración para el microcuento Desnudo frente al espejo, de María Ferreiro (Arim Atzin).

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