Cuando miré de niño el espejo quebrar bajo mis pies y esparcirse en diminutas porciones, me percaté de que en cada fragmento se hallaban mis ojos.

Hugo Ortega Vázquez, Poemas para nadie y otros sueños

Se miraba desnudo frente al espejo, sin ese disfraz níveo que enmascara el pudor de la sonrisa. Así solamente, desnudo, descubriendo con su mirada de cinco soles el infinito secreto que le ocultó por siempre la existencia.

Solía sonreír con el cauce de sus párpados, retocando el fangoso delta de sus labios con el pulgar, hundiendo las pirañas de su boca en las salinas del océano cerámico, como si esperara que se arrasaran en el fondo de arena, tragadas por el lado oscuro de la tierra. Me confesó lo profundo de su pena, con pestañas a medio punto; pero al apuntar con mi lengua y cavar una tumba en las entrañas de sus palabras de nebulosas extremidades, sus labios se sembraban nuevamente entre las faldas de las mejillas.

Búho se escondía entonces en la otra ribera de mis insomnios, demasiado deslumbrante como para ahogarse igual que el resto de insomnios en la luz de los recuerdos irrealizables, postrándose escultórico dentro de su cuarto al contemplarse. El ruido se concertaba, el polvo solar llamando a las ventanas, mientras sus lágrimas se condensaban en una tormenta sobre la ciudad. El gesto astral se precipitaba cual techo marmóreo sumiendo los muros en oleajes y, ese prendimiento de Búho, la inmensa risita que enaltecía en las calderas de su rostro la lava llorosa, provocando también un afilado vértigo en mi ombligo, hasta hacerme levitar sobre mi cuerpo y fundirme a mitad de camino en las órbitas de su erupción por siempre.

Se notaba feliz cuando me decía que lo único que necesitaba para existir era mi cabello y el sauce de mis embarradas esferas. Nos encontrábamos todas mis noches y todos sus días, siempre frente al espejo, de donde emocionado contaba que tras la puerta de mi sala existía un dormitorio solamente, simple, para dormir y desvelarse, pero ante la misma cama de ese cuarto, reflejada, y dentro, en el espejo, había un paraíso: valles de jade descansando bajo conejos, cumbres granates tejidas en los picos de zanates al eclipsar el cortejo de las largas cinturas sombrías.

―¡El jaguar es manso! Imagínate tú y yo cabalgando sobre el jaspeado lomo ―me decía mientras frotaba las pupilas de sus lentes―. ¡Y también podemos pescar constelaciones cuando la oscuridad despierte sus luces tornadizas! ¿Sabes? Esta sierra la habitan los amantes lejanos y el tiempo se detiene para que se transformen en eternos. Podemos ir a la laguna donde mi cisne extiende y hunde su cuello: tiene millones de peces de colores a los que podríamos perseguir y sumergirnos con ellos hasta algún agujero negro o tormenta de reloj de arena o neblina de cangrejo o hasta encontrar la flecha marina de Orión para que nos proyecte lejos del reflejo de este mundo.

Su garganta parecía surgir del abismo de otra dimensión y la melodía que emitía de su desembocadura apaciguaba siempre la marea de mis inseguridades. A veces odio mi planeta, sé que lleva plagas que tragan otras plagas y sus corazones mecánicos devoran oxidando los paisajes; sin embargo, amé las madrugadas dentro de mi estancia, cuando llegaban los bellos sueños y él palpitando desnudo frente al espejo. Ahora espero el día en que abrir de nuevo la puerta, que es igual a la suya, pero que vive dentro del fúlgido sauce de mi cabeza.

Búho me espera cada día, aunque llevo noches sin conseguir siquiera acariciar la empuñadura. Una de tantas mañanas le dije que temía volver a dar una vuelta de 180 grados a la cerradura. Me daba miedo salir y mirarme al espejo y al final acribillar frente a su mirada de cinco soles el infinito secreto de la desnudez.


Arim Atzin, Desnudo frente al espejo. Inspirado en el microcuento Desnuda frente al espejo de Hugo Ortega Vázquez (Búho Akbal).

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